Una conocida me explica que tiene problemas de obesidad y me pregunta si le aconsejaría someterse a una cura de adelgazamiento. Le digo que si se trata de eliminar el síntoma sin saber de dónde le viene, ni porqué o para qué le pasa, lo encuentro posible pero arriesgado. Ella replica que quizás sea mejor quitarse el síntoma de encima y luego averiguar si se trata de un trauma infantil o algo por el estilo.
Mi amiga no se da cuenta de que separar, síntoma y causa, es un artificio mental pero que la vida no es así. En ella, causa y efecto, enfermedad y síntoma es una y la misma cosa. Solo podemos diferir en el modo de acercarnos a ello, en el modo de pensar acerca de ello. Un acercamiento mecanicista, el preponderante hoy, que parte de la asunción de que el cuerpo es una máquina y que se trata de eliminar grasas o carbohidratos para vencer la obesidad, no se pregunta más cosas, La causa está en el consumo excesivo y la solución está en quitar lo sobrante y reducir el consumo. Punto. Creer que se puede eliminar el síntoma y luego más tarde averiguar la causa es olvidar que dicha causa es parte indisoluble del síntoma, es querer posponer un encuentro necesario, que es lo que hacemos todos.
Otra aproximación, minoritaria hoy pero no por ello menos interesante, me atrevería a decir, mucho más auténtica y de efectos convincentes, parte de la premisa de que los síntomas son el modo de manifestación de una dimensión, situada más allá del cuerpo y del cerebro. El síntoma, sea de la naturaleza que sea y se exprese en el plano somático y/o en el corporal, supone la manifestación de un presencia viviente que reclama un tipo de atención que hoy atrapados en el materialismo, no atinamos a considerar.
Detrás de cada síntoma hay un mensaje del alma, una verdad y una tarea. Para atender a ello se requiere escuchar, para ello el ego ha de silenciar su incesante diálogo interno, su obsesiva preocupación por si mismo, su altanera manera de instalarse en un mundo del cual él es su centro y medida.