La muerte, la muerte, la muerte, esta imposibilidad de vida que da sentido, según nos enseñó Heidegger, al resto de posibilidades vitales. Esta imposibilidad que lamentablemente quizás sea la única de poner fin a la estúpida necesidad de imponerse ante la vida, de pretender poseer la clave de la vida en cualquier circunstancia anodina, puesto que en las decisivas ahí no, ahí, surge el único protagonista real, el miedo. Un miedo que empequeñece todo intento de superioridad.
Apenas consigo lamentarme de la ilusa sensación de estar por encima y de saber, cuando de nuevo surge potente la canción milenaria, sempiterna del yo que cree que sabe. Y pensar que Sócrates dio su vida por honrar su no saber. La vida de la mayoría es una errancia poblada de errores radicales y saberes superfluos pero tóxicamente vanidosos. ¿Quién da más? El premio de la lotería lo tenemos ganado de antemano, pero el ego de cada uno lo ignora. Y con ello alimenta las legiones de ignorantes que están por doquier, sobretodo en la vida pública. Como si un oscuro deseo de ser descubiertos nos impulsara a las acciones más osadas y ridículas regidas por el anhelo secreto de un fracaso redentor.
Vamos en pos del silencio, bendito silencio, un silencio que se propaga por el universo entero y alcanza su límite imposible, su infinitud calculada. Eones de tiempo nos contemplan con la perspectiva de la indiferencia absoluta respecto al resultado de nuestras supuestas elecciones. Creemos que decidir es un acto de libertad, pensamos que libertad y esclavitud son alternativas reales cuando solo habitan nuestra fantasía ansiosa ante la nada, ante la insignificancia de cualquier acción premeditada.
Osamos clamar ante el impío, osamos juzgar y condenar al supuesto delincuente, cuando en realidad solo nos mueve una compulsión a negar la muerte. El juez juzga a todos y a todo pero no a su patológica pretensión de que su juicio es justo y necesario.
Inocencia del devenir, dejar ser al ser, lemas heideggerianos que podrían devenir antídotos para la locura de juzgar que siempre y por lo dicho acaba siendo un prejuzgar. Así los prejuicios nos permiten vivir, es su principal función, pero nos obligan a una vida justiciera para con los demás e injusta para si y en si misma, nos convierte en habitantes-esclavos de la cueva platónica cuyas figuras en movimiento proyectadas en la pared son expresiones fantasmagóricas cuya única misión es ocultar la verdad de nuestra condición.