Armadillo
de Jesús Metz – Dinamarca, 2010.
Premios: Grand Prix de la Semaine de la Critique – Cannes, France – 2010. The Grierson Award for Best Documentary – London Film Festival, 2010. Best Long Documentary, Calgary Intl. Film Festival – Canadá, 2010, etc.
Restrepo
de S. Junger & T. Hetherington, EEUU, 2010
Premios: Grand Jure Prize for a documentary, Sundance Film Festval, 2010. Best Directional Debut, National Board of Review, EEUU, 2010. Best Documentary, Independent Spirit Awards, EEUU, 2010, etc.
Dear Steve
de H. Asselberghs, Bélgica, 2010.
Premios: IFFR International Film Festival Rotterdam, 2011. Artefact Belgium Festival, Belgium, 2011. Transmediate, 11 Festival,Germany 2011, etc.
Inmersión
de Harum Farocki, Alemania, 2009.
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De mi experiencia en el último Festival de DOCSBARCELONA, mis reflexiones giran en torno a tres temas: la guerra, la tecnología y el género documental.
La guerra no es la guerra, es la guerra. Con este aparente juego de palabras quiero resaltar las agudas contradicciones que presentan las diferentes versiones que constituyen nuestra visión contemporánea de la guerra. La primera es la versión mediática de la prensa y otros medios de comunicación, una visión abstracta que suele venir acompañada de fotos de gran dramatismo, pero éste acaba siendo diluido por el contexto de las cifras de bajas y de los sesudos análisis políticos que la rodean. La segunda es la visión hollywoodiana, la del cine de ficción, una versión cuya irrealidad resulta obvia para casi todos, visiones de la guerra cuyas narrativas están saturadas de clichés heroicos y cuya estructura maniquea de buenos y malos resulta inevitable y manipuladora. La guerra, en el género ficción, acaba siendo tan abstracta como en la primera versión, la periodística, pues las imágenes, aunque plagadas de efectos especiales que aumentan el intensidad dramática, siempre se diseñan bajo la lógica de su potencial eficiencia por captar y mantener la atención, un mero valor de impacto visual y emocional para el consumo de la audiencia que se complace con tal dosis de irrealidad.
En cambio, el género documental presenta otra visión, la guerra es la guerra, la lógica de la grabación in vivo e in situ nos sumerge en un espacio anímico y vital que borra todas las fronteras y los criterios de lo normal revelan impúdicamente su carácter fantasmagórico. Lo correcto y lo incorrecto, el valor y la cobardía, la vida y la muerte, la lucidez y la locura se muestran como aspectos indisolubles de un flujo de vida y consciencia que se resiste a ser separado y etiquetado. Solo resulta indudable la presencia absoluta del terror y del sinsentido, dos facetas del abismo que llamamos vida y que los espectadores cómodamente sentados en sus asientos vislumbran con cierto grado de acongojamiento.
Se afirma que el cine es el arte por excelencia de la sociedad nihilista contemporánea, pero cuando la dosis de irrealidad decrece, como ocurre en el caso de algunos documentales, parece que aún conserva la capacidad de sacudir las consciencias, no sólo individuales sino las de un país entero, convocar la acción, llamar al cambio. Esto ocurrió en el caso de Armadillo, un documental realizado por daneses (no profesionales) que gira en torno a un grupo de soldados de este país destinado, como miembros de la fuerza internacional a Afganistán. Este documental de una inicial carrera incierta, acabó prendiendo la mecha de un debate nacional que hizo cambiar la política del gobierno danés. Tal es el impacto cuestionador de las escenas grabadas sin arreglos ni enmiendas. Restrepo, otro documental esta vez sobre las tropas americanas destinadas a una de las zonas más peligrosas del mismo país, muestra también la crudeza de los estados anímicos de los soldados, la marca indeleble que genera en la memoria de sus protagonistas y de los países que las sufren.
Otro documental, Inmersión, destaca precisamente los esfuerzos terapéuticos que los psicólogos de ejército americano realizan para tratar el trastorno de estrés post-traumático que padecen la mayoría de soldados que han pasado por experiencias de guerra. A su vez hace patente el rol de la psicología contemporánea. Vemos como los psicólogos intentan “curar” los traumas mediante la exposición sensible (auxiliados por programas informáticos de realidad virtual) a la experiencia traumatizadora. Tan sólo se trata de exponer al soldado a repeticiones virtuales de la situación traumática hasta que ésta pierde la capacidad de evocar las reacciones psicosomáticas asociadas al trauma vivido. No hay conversación, no hay reflexión ética, sentimental o racional sobre la experiencia. Asistimos al resurgimiento de unos métodos terapéuticos que bajo el disfraz de las nuevas tecnologías suponen un retroceso al conductismo puro y duro, cuya única ambición es la mera desaparición del síntoma. El resto es caja negra.
En otro orden de cosas, el documental Dear Steve, pone en la palestra otra de las características más rabiosamente actuales de nuestra sociedad medial. Esta obra, clasificada por los organizadores en la sección de nuevos formatos y documentales experimentales, propone una experiencia exigente y extraña a la audiencia. Asistimos durante 20 minutos y bajo un encuadre fijo, sin música ni sonido alguno, a excepción de una voz en off durante 5 minutos, a una escena en la que vemos a un señor desmontando pieza a pieza un MacBookPro. Como si de un ritual se tratara, el ordenador portátil queda esparcido en la mesa desmenuzado hasta sus piezas más diminutas. El público atiende extrañamente fascinado, tanto que no pude menos que recordar algunas de las ideas de Giegerich al respecto del papel de la tecnología en nuestro mundo contemporáneo. La curiosidad que despertaba la escena, por otro lado visualmente aburrida y narrativamente reducida a una diatriba (voz en off, 5 min,) contra el CEO de Apple. En cambio, parecía que asistíamos a un ritual sagrado. La reacción de la sala hacía presumir que estábamos ante la revelación de un misterio. Ya lo afirma Giegerich, hoy el logos divino ha hallado en la tecnología la culminación de su milenario proyecto de hacerse carne. No se trataba de desmontar un simple cacharro, un objeto cualquiera, esto hubiera sido demasiado aburrido, la sala hubiera quedado desierta (ya ha pasado la época de la fascinación por el surrealismo y el hiperrealismo, del cine de avantgarde y del underground), parecía más bien una actividad cuya dinámica parecía provenir de un acto de profanación, de una rebeldía frente a la nueva religión, la que hoy campa por sus anchas disfrazada de ciencia, tecnología y entretenimiento.