Enfocamos desde el comienzo los síntomas con la idea de que son desórdenes y que deberían desaparecer. Se supone que el paciente ha de perder, por ejemplo, su miedo del otro sexo. Damos prioridad al estado “normal” o “saludable” al cual se aspira y vemos los síntomas como algo que efectivamente no debiera ser, al menos “ya no más”. Lo que aquí se requiere es un cambio de acento. Mirando más de cerca, es un escándalo si un analista se refiere a sí mismo como un defensor de la “realidad”. Esto sería como si un biólogo se comprendiera a sí mismo como un defensor de la industria. El biólogo obviamente debe defender los reinos animales y vegetales y buscar un sitio donde los animales puedan ser cuando la civilización moderna tiende a desplazarlos. Del mismo modo, el psicoterapeuta debe ponerse del lado de los impulsos del alma, aún si son “arcaicos” y patológicos. Así como no es cuestión de domesticar todos los animales salvajes, así no puede ser el primer interés de un terapeuta transformar los impulsos arcaicos y patológicos del alma mediante el desarrollo en los así-llamados-saludables y humanos. Indudablemente, la psicoterapia tiene la tarea de cambiar algo. Pero en el espíritu del necesario cambio de acento no debiera preguntar, por ejemplo, como quitar el miedo del otro sexo, sino adónde pertenece. Debe cuidar este miedo, atenderlo y hallar un sitio para él donde se le permita ser. Pues este miedo está perfectamente bien, en tanto y en cuanto la sexualidad es un misterio, y los misterios pueden legítimamente ser acompañados por el miedo. El mal no está en el miedo mismo, sino más bien que nosotros, en nuestra ignorancia psicológica, no sabemos de un lugar donde este miedo pueda experimentarse auténticamente”
Wolfgang Giegerich: “El presente como dimensión del alma”
Gran parte de la psicología y la psiquiatría parten de una visión positivista y egocentrista respecto a los síntomas (neuróticos, psicóticos, etc.). Son el enemigo a combatir o eliminar, constituye, su desaparición, la meta suprema de la psicoterapia y de la psicofarmacología.
Las estrategias terapéuticas se alían entonces con el ego del paciente, el cual preso de la preocupación, la ansiedad o el sufrimiento que son propios a la irrupción de éstos en la vida, es el primer interesado en que estos invasores desaparezcan lo antes posible. Es lógico y natural, se puede argüir, que una persona busque, cuando acude a recibir asistencia psicológica, un alivio o la curación de los síntomas que le aquejan. Por supuesto, es humano muy humano desear liberarse del dolor y del sufrimiento pero ¿a costa de qué? Nada hay más sencillo que frente a una ataque de ansiedad tomarse un tranquilizante, frente a una depresión ingerir estimulantes, o entrenarse en el manejo del autocontrol, o del pensamiento positivo. Se pueden conseguir resultados, en poco tiempo, por ello aparecen muchas de las propuestas terapéuticas que apuestan por estos métodos, y los presentan como los más eficaces. Mediante su eficiente aplicación los síntomas parecen controlarse y en el mejor de los casos esfumarse. La persona gana en autoestima y tranquilidad y aquí parece acabar todo.
En todo ello hemos tratado al síntoma psicológico igual que tratamos a cualquier síntoma que nos puede presentar cualquier máquina o utensilio. Por ejemplo, el coche empieza a hacer un ruido, lo llevamos al garaje de reparación, con la pretensión de que deje de hacer ruido, esto es, nos devuelvan el coche como estaba antes de la avería. Estamos imbuidos de un enfoque técnico de la realidad que aplicamos tanto al mundo material como a nosotros mismos, tanto a nuestro cuerpo (por ej. la medicina alopática hoy hegemónica) como a nuestra alma (psicología y psicoterapias positivistas hoy también hegemónicas).
En cambio, hay voces (1) dentro y fuera de la psicología que no se cansan de insistir, a pesar del ruido hoy prevaleciente, que se deriva de la sumisión absoluta y acrítica a la ley que rige nuestras vidas en todos sus ámbitos, la del máximo beneficio con el mínimo esfuerzo, de que en el ámbito del alma o de la psique, las cosas son distintas, en primer lugar, porque la psique no es ni una máquina ni un mero epifenómeno del cerebro y, en segundo lugar, porque la desaparición de los síntomas acaba revelándose como un enfoque parcial, superficial pues lo que acaba sucediendo casi siempre y con el paso del tiempo es un alto grado de reincidencia, de reaparición de los mismos síntomas o de una versión transformada en su expresión final pero que obedece a la misma lógica anímica. Un factor usualmente excluido en los triunfalistas estudios de eficacia de los métodos técnicos y químicos.
Esta mismas voces abogan por una concepción radicalmente diferente respecto a los síntomas. Un enfoque que permite considerar al síntoma como un fenómeno psicológico que exige toda consideración, que ha de ser acogido, y sobretodo escuchado, comprendido. Más que buscar su desaparición ha de facilitarse su asimilación en términos de un esfuerzo por acceder a la verdad de la que son portadores. Fruto de ello es la convicción de que los síntomas aparecen para cambiar al ego de la persona y no al revés. Los síntomas han de ser enfocados como provistos de dignidad ontológica, fenómenos psicológicos de pleno derecho que se han de “salvar”y por tanto han de ser tratados con la consideración de huéspedes que tienen algo importante que contar. De molesto cuerpo ajeno que de un modo irracional viene a estropear la vida, a presencia que se impone y nos impone una actitud de humildad y apertura y nos convoca a un esfuerzo de cuestionamiento de las propias ideas, actitudes y valores que constituyen el fundamento de nuestro estilo de vida, tanto individual como colectivo. A esto Hillman le llamó terapia de las ideas.
Este cambio de perspectiva supone mucho para el enfoque terapéutico, que busca no el combate contra el síntoma sino el promover, facilitar una comprensión, una toma de consciencia real mediante la cual la persona una vez ha dejado de lado las ideas falsas acerca de si misma y de sus síntomas puede decidir libremente una nueva actitud, un modo de vivir mucho más acorde a su verdad, con ello suele suceder que los síntomas transforman su fachada y expresión, o devienen sufrimiento aceptado (ya Jung nos avisaba de que la neurosis es un sucedáneo del auténtico sufrimiento) y/o acaban transformándose en un vivir más auténtico en conexión con un significado, un incorporar aspectos antes desconocidos del propio ser y de la vida que ahora acompañan conscientemente a la persona y le proveen de una nueva dirección vital o significado existencial.
Consideramos pues un enfoque radical de la finalidad del síntoma. Radical no por extremista sino por su afán de ir hasta la raíz, hasta el núcleo o fundamento de la noción de salud y enfermedad en que se sustenta el concepto de síntoma psicológico, derivado de una teoría sobre la psicopatología que condiciona absolutamente la práctica de la psicoterapia, marca sus metas y define sus estrategias. Hoy predomina el enfoque tecnológico -”científico”- al servicio, claro está del ego. La psicoterapia ha de auxiliar al ego del paciente en sus quejas y ha de ponerse al servicio de su necesidad de eliminar lo antes posible el síntoma, definido implacable y apriorísticamente como un defecto, un estorbo, una amenaza, una irracionalidad.
Nada hay de malo en que una persona aquejada de un síntoma psicológico quiera librarse de este. El problema radica en el modo en que se pretende tal logro. Un modo que desde su concepción básica niega presencia y dignidad al fenómeno, un modo que desde una mirada mecanicista -es decir sin alma- considera el síntoma como algo que no debiera existir y si existe ha de ser eliminado sin más. Fármacos, técnicas conductuales, buenos consejos y otros medios se emplean para reconducir al sujeto al lugar de la normalidad, del que nunca hubiera de haber salido.
Además inmersos en un modo-de-ser-en-el-mundo cuyo centro gravita en torno al lema-dogma de “máxima beneficio con el mínimo esfuerzo” las terapias farmacológicas cada día ganan adeptos, por ello lo que sigue sólo es recomendable para dos tipos de personas, las que por algún motivo, han fracasado en sus intentos previos de eliminar el síntoma por estos medios, o bien, para aquellas personas que intuyen y/o necesitan comprender el porque y para que de su problema. Solo desde la perspectiva del interesado en conocer en nosotros se abren puertas en las que un horizonte más amplio y complejo permite vislumbrar que los síntomas son presencias portadoras de una verdad a la que la persona ha de acceder y/o una meta que la persona ha de experimentar. La psicoterapia – terapia de la psique- orientada bajo esta óptica antepone el comprender y respetar al síntoma a eliminarlo, escuchar a lo desconocido a reafirmar el discurso previo del ego y sus metas.
Las metas del síntoma casi nunca coinciden con las metas del ego, y precisamente por ello la experiencia terapéutica consiste más en un despojar al ego de sus pretensiones que sucumbir a ellas. Más un acompañar al ego al “lugar” al que el síntoma quiere conducirle que un esfuerzo de “superación” entendido al modo del lema “donde hay una voluntad hay un camino” tan típico de nuestra cultura.
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(1) “La psicoterapia no es una profesión de ayuda en el sentido usual de la palabra. Su propósito no es corregir, curar, mejorar, ya sea el mundo o la gente individual. Tales intenciones son deseos subjetivos que surgen de nosotros como ego personalidades. Por supuesto, no hay nada malo con tales objetivos. Son muy naturales y muy humanos. Y con frecuencia la psicoterapia tiene de hecho un efecto curativo. Pero como ya el mismo Freud advirtió, el efecto curativo es un mero producto colateral (si bien deseable) del trabajo analítico, no su objetivo inmediato. El objetivo inmediato de la psicoterapia es el “análisis”, esto es, obtener conocimiento, hacer justicia a los fenómenos psicológicos penetrando en su núcleo más profundo y comprendiéndolos. Así, aunque los deseos de curarnos, de liberarnos de los síntomas, de mejorar y de crecer son legítimos intereses, no son las metas dadas para el proyecto llamado psicología o psicoterapia.” W.Giegerich en “El error básico de la psicología”