La inmigración es uno de los fenómenos sociales más importantes de nuestro siglo y a pesar de las medidas coercitivas de los gobiernos resulta imparable su aumento. Dejar el lugar de nacimiento para ir en busca mejor vida es más allá de las estadísticas, el camino de todo aquel ser humano que sabe que existe una Tierra Prometida.
Salir del hogar y de la tierra que nos vió nacer para buscar nuevos horizontes existenciales es una experiencia que la humanidad conoce desde sus albores. De hecho, algunos filósofos afirman que la vida es un viaje y que la condición más esencial del ser humano es la del viajero. Somos los errantes y eso aunque no nos movamos del pueblo que nos vió nacer.
Hoy que los desplazamientos de los sintierra crecen hasta límites que sacuden las conciencias y sobretodo despiertan los viejos diablos: miedo, desconfianza y rechazo propios del racismo y la xenofobia, esos frutos de la imposibilidad del ignorante de aceptar la diferencia, se impone como nunca la búsqueda de nuevas imágenes e ideas que permitan contemplar los movimientos masivos humanos como una esperanza, una puerta que se abra hacia una posible vida más plena.
El emigrante es en nuestro mundo tecnificado y burgués, el héroe, el que arriesga todo por los suyos o por sí mismo pero en un sentido noble. No importa que se vea acuciado por el hambre, la necesidad o simplemente el deseo de aventura y prosperidad. Lo que cuenta es esa cualidad de carácter que se llama valor y arrojo. Una cualidad que le lleva a abandonar caminos sabidos para aventurarse a lo desconocido, aunque ese desconocido se presente casi siempre con rostros presentidos de enajenación, extrañeza, desarraigo, rechazo de los nativos de la nueva tierra y la condena a una nostalgia crónica por la tierra abandonada.
Todos deberíamos conocer la experiencia de emigrar, de vivir largo tiempo en un lugar extraño, de costumbres y creencias ajenas a las nuestras. Todos deberíamos sentirnos, alguna vez en la vida, extranjeros por el exilio, no por el turismo. Bien pensado ambos son totalmente opuestos, pues anque los turistas se consideren viajeros, sus viajes no les reportan nada que no sea fotografías mediocres y relatos teñidos de incompresión.
El turista viaja pero con una capa impermeable que le impide conocer relamente los lugares que visita. No hay contacto y por tanto no hay cambio. Ese capa impermeable que en realidad es un blindaje, se llama billete de ida y vuelta, huída de la rutina, descanso merecido, curiosidad de coleccionista.
El migrante entiende que su viaje es una cuestión de vida o muerte, no tiene fecha de regreso, es pues un viaje de ida pues aunque no abandone la esperanza remota de regresar del exilio algún remoto día sabe que no será el mismo, que su viaje y exilio le van a cambiar para siempre. Son los auténticos cosmopolitas pues su experiencia les acerca y facilita la posibilidad de sentirse habitantes del cosmos.
La tierra que lo recibe debería pues honrar a semejante ser humano. Dar cabida a su coraje y espacio a su diferencia pues en ella está la salsa de la renovación, del nuevo ímpetu vital que tal ser humano ofrece por su mera presencia al lugar que llega.
Detrás de cada inmigrante hay una historia, muchas veces heroica, rozando los límites de la hazaña, por eso a los inmigrantes más que despreciarlos o considerarlos invasores deben ser respetados, cuando no admirados, pues su presencia es garantía de confianza, el inmigrante posee el valor, la fuerza y la motivación para convetirse en una persona de respeto en su tierra adoptiva y está dispuesto a dar lo mejor de sí mismo para lograrlo.
La esperanza brilla cuando hoy en nuestras ciudades ves a niños de todos las razas creencias y colores jugar juntos sin importarles un comino las filiaciones, los tonos de piel y los orígenes pues ellos, en su divina mirada, saben que en el fondo el origen es común a todos y la meta también….