Es muy frecuente comprobar en los procesos terapéuticos con parejas que un aspecto clave de sus problemas es que ambos miembros de la pareja están implicados, a sabiendas o no, en una lucha de poder, cuyo contrincante es el otro.
El escenario en el que se dan estos procesos es muy variado, es decir unas parejas discuten por la educación de los hijos, otras por el tema económico, doméstico, erótico, etc. Pero lo común a todas estas discusiones es una actitud cerrada que cada miembro sostiene frente al otro y una estrategia, implícita o explícita de derrotar al “adversario”, de demostrar que está equivocado, o lo hace mal, etc. En definitiva cada miembro de la pareja emplea una estrategia cuyo fin es el de que prevalezca la propia opinión, necesidad o deseo.
En realidad el tema en discusión resulta ser secundario pues comprobamos que o bien las peleas se cronifican al generarse un círculo vicioso que impide cualquier solución del problema, o bien cuando uno de los temas se resuelve o pierde importancia por la razón que sea, enseguida surge otro que lo reemplaza y se convierte en el foco de tensión y confrontación. Las parejas discuten, presionan, etc. hasta el cansancio o agotamiento, luego lo dejan hasta recuperar nuevas fuerzas y empezar de nuevo.
Ambas opciones acaban desembocando en crisis severas que ponen en jaque la existencia misma de la pareja.
Uno de los psicólogos que más profundamente analizó el tema del poder fue Alfred Adler, un genial discípulo de Sigmund Freud que de discípulo pasó a opositor creando su propia escuela.
La lucha de poder en la pareja
El escenario en el que transcurren estos incidentes es el de una batalla. Cada miembro de la pareja quiere salirse con la suya y ha de demostrar al otro cuán equivocado que está. Se enzarzan en discusiones agotadoras en la que nadie sale venciendo, más bien ambos salen perdiendo. Esta lógica guerrera y competitiva crea una actitud de enroque en las propias posiciones y el diálogo acaba convirtiéndose en monólogo, cada uno repite las mismas actitudes y argumentos.
Cada uno considera que debe ganarle al otro en cualquier área de convivencia; se descalifican uno al otro para invalidar lo que hacen o dicen. La descalificación es una declaración abierta con respecto a las deficiencias del otro y presenta la enorme ventaja de que puede ser implícita y por tanto, negable.
Cuando una pareja establece una relación de este tipo, es muy difícil que sus miembros lleguen a acuerdos, cada uno quiere imponer sus propias reglas, su propio punto de vista, desea demostrarle al otro que él/ella es quien tiene la razón, de ahí que si manifiestan un problema en una de las áreas de convivencia, por más que dialoguen, será muy difícil que acepten las sugerencias del “contrincante”. Podría decirse que estas parejas al acuerdo al que llegan es que en todo están en desacuerdo. Por ello, si alguna vez logran resolver un problema, pronto reportarán otra queja, y la cadena puede hacerse interminable.
Cuando una pareja ha establecido una relación simétrica de lucha por el poder es muy difícil romper el círculo vicioso “tú me haces, yo te hago” porque ninguno de los miembros desea perder la batalla.
Se requiere que uno de los dos cese en la lucha para que la guerra termine y ahí es donde entra la habilidad del terapeuta para “convencer” de esta idea a uno o ambos de los “contrincantes”: en las luchas de poder el tema o motivo de la lucha no es lo que importa, aunque así le parezca a uno o a ambos contrincantes, es más bien el pretexto. Si se consigue, aunque la persona que continúa luchando insistirá en su ejercicio de poder, la otra adquiere entonces una postura de no reacción ante los ataques, lo cual tarde o temprano dejará de estimular la acción del primero, por aquello tan antiguo de » no hay pelea si uno de los dos no quiere».