La seguridad es obsesión de los ricos y de los que quieren serlo algún día. Invención del primer mundo, el asunto se ha convertido en el más prioritario, el tema estrella de nuestra cultura, el altar más preciado al que sacrificamos nuestra libertad, alegría y nuestra capacidad de vivir.
Nos rodearnos de fortalezas, nos armamos frente al peligro de la inseguridad. Con las fronteras blindadas y los muros altos, poblamos la vida cotidiana de rituales y artilugios que conjuran los demonios hoy llamados, violencia callejera, terrorismo, inmigración descontrolada, delincuencia juvenil, enfermedad.
En nombre de la seguridad acallamos protestas, reprimimos los gritos de socorro, aceptamos injusticias, toleramos la fealdad de las trincheras físicas y virtuales.
Normas, leyes, reglas y reglamentos que nacen de la actitud paranoico-policíaca que proliferan por doquier. El poder y los poderosos han hallado la coartada perfecta, la justificación ideal de sus intereses injustificables. Todo sea por la seguridad nacional, personal, ciudadana y global. En su nombre quedan justificadas guerras, invasiones y tropelías de todo tipo, antes era por Dios y la evangelización, hoy por la democracia y la seguridad nacional.
Soñamos por un mundo previsible, sueño que se alimenta de una promesa siempre diferida de que muy pronto, el futuro ya está aquí, alcanzaremos la perfección en la seguridad: armas, vacunas, medicinas y psicofármacos, esos ojos eternamente vigilantes que son los circuitos cerrados de televisión, microchips identificatorios, y como no, la colaboración ciudadana.
Se trata de hacer oídos sordos, ojos de miope, exigir responsabilidades solamente legales y tolerar la violencia de estado, que está más allá de toda duda y razón.
Seguros de vida, de la propiedad, planes de pensiones y de jubilación, inversiones a largo plazo de rentabilidad asegurada, toda una gigantesca industria que nos regala con promesas de un mundo feliz, todos tranquilos y asegurados, todo bajo control, el vivir garantizado, la fragilidad y la imprevisibilidad eliminadas, el azar vencido, el destino domesticado. Vivir perpetuamente vigilados.
Pero una vida segura resulta deprimente, conduce al hastío por eso la depresión se está convirtiendo en pandemia global. Cuando lo imprevisible y el riesgo han sido aniquilados sólo queda la rutina, la repetición obsesiva de actitudes, conductas y sensaciones que agobian el alma y matan al espíritu. Sin la excitación del peligro, la vida se vuelve monótona, gris, previsible y aburrida, creando un vacío que vanamente intentamos colmar consumiendo y poseyendo objetos cada vez más sofisticados en su capacidad de distraernos, de entretener, tener entre, mientras la vida se escapa por los resquicios del sopor existencial.
Sólo quedan ideales absurdamente vacíos, la eterna juventud, el hogar convertido en caja cibernética automatizada,la morada terrestre en un pastizal seco, contaminado, estéril y sinsentido.
Alarmas, cámaras de vídeo, cerrojos de seguridad, puertas inviolables que encierran al corazón rodeándolo de verjas infranqueables hasta que sus latidos estallan en esos gritos de protesta que llamamos cardiopatías, olvidando que al órgano noble le gusta el riesgo, se alimenta del peligro, clama por una vida a salto de mata donde en cada rincón aceche el infierno y el paraíso, ambos absolutamente imprevisibles, un vivir sin mañanas ni ayeres, sin cálculos, premeditaciones, ni inversiones.
Ya lo dijo Foucault en su día:
“ …el desarrollo, del siglo XVI al XIX, de un verdadero conjunto de procedimientos para dividir en zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez «dóciles y útiles». Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros,una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y ‘de manipular sus fuerzas, se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres: la disciplina. El siglo XIX inventó, sin duda, las libertades; pero les dio un subsuelo profundo y sólido: la sociedad disciplinaria de la que seguimos dependiendo.”