Como pesan en el alma los maltratos que infringimos y recibimos. Pero aún pesan más aquellos que son cometidos y disfrazados con otros nombres. Maltratamos a los otros porque somos incapaces de amarlos y a su vez esta incapacidad es un reflejo de la de amarnos a nosotros mismos.
En la raíz, solamente la proeza de aprender a amarte te libra del espanto del maltrato. No hay víctima que no clame de algún modo un encuentro con su victimario. Ambos se necesitan y ambos se encuentran en su idéntica incapacidad de amarse a si mismos-
El amor a si mismo no es egoísmo, más bien al contrario, la actitud egoísta es otra rama del mismo árbol, señala un desamor que acecha en el núcleo de la conducta egoísta. Se es egoísta porque se cree que atesorando cosas y personas uno es más y mejor, lo que implica una desvalorización de uno mismo respecto al estado previo al de la posesión. Somos egoístas porque secretamente dudamos de nuestro valor. A mayor reconocimiento del valor propio mayor reconocimiento de que éste no depende de objetos, sujetos y circunstancias ajenas al ser.
Atraemos a la vida el encuentro con aquellos y aquellas experiencias que tratan, sabiéndolo o sin saberlo, de hacer resaltar la propia incapacidad de amarnos, puesto que todo confabula a que en vida aprendamos a amarnos, que es el único camino de amar a los demás.
Una vida de lobo solitario, un camino de áspera soledad, el mundo convertido en un espantapájaros, feo, roto y sin vida, los demás siempre obstáculos frente a los que siempre queda el recursos de alzar una cortina de estudiada indiferencia, un estar que esconde un estar por encima, o por debajo, y un mirar avergonzado que se amaga detrás de las lentes de la auto-importancia.